
Aquel día en el que conocí a Josh Rouse
«¿Quieres venir a tocar con Josh Rouse?». Puede que la cuestión tuviera más verbos, onomatopeyas o aspavientos, pero en esencia fue lo que vino a preguntarme mi amigo Daniel un buen día de abril, hace algo más de cuatro años. Por aquel entonces pasaba largas temporadas en O Grove, pequeña península paradisiaca en las Rías Baixas gallegas. De allí viene mi familia, mi morriña permanente, el amor por los días nublados o por el Atlántico en invierno. «Venga, por qué no—vine a responder, más o menos—».
Todo lo que sabía de Josh Rouse venía de las sesiones guitarreras con Daniel. Él ya era un gran seguidor del artista norteamericano cuando nos conocimos y fue él quien me habló de su música por primera vez. Aquel día ya se había puesto el sol y la primavera se había olvidado una vez más de la costa gallega. Daniel vino a buscarme presto tras recibir el chivatazo y en su coche pusimos rumbo a ese lugar del que tanta gente se enamora cuando va: el Náutico de San Vicente.
Quién sino Miguel, dueño del Náutico, recibiría a alguien como Josh Rouse un día gris del montón de días grises que ocupan el calendario durante la húmeda y solitaria temporada baja en O Grove. Aquel día, en realidad, el Náutico estaba cerrado. Daniel ha trabajado allí durante años, tiempo en el que además ha retratado con su cámara a varias decenas de los renombrados artistas que suelen caer con sus canciones al pie de la playa de la Barrosa. En resumidas cuentas, hubo enchufe directo para tan magno evento a puerta cerrada.
Cuando llegamos a San Vicente do Mar todo estaba tan solitario y vacío como el resto de O Grove. Los apartamentos de los veraneantes se erguían como moles dormidas; solo una tenue luz acompañada de algo de música surgía del Náutico. Cuando entramos, nos encontramos lo que sabíamos que nos íbamos a encontrar: Josh Rouse y su banda; Miguel y su perro. Nadie más. Nos presentamos y al principio, tímidamente, nos quedamos espanzurrados en los sillones escuchando a Josh y su banda como si estuviéramos en el salón de casa.
No recuerdo el rato que pasó, pero cuando tuve ocasión me hice con una guitarra. A fin de cuentas, siempre es divertido guitarrear solo por pasar el rato; y bueno, supongo que poder improvisar algo con alguien como Josh Rouse también tuvo su peso. Hacía rato que Dani había sacado su cámara para retratar —modo ninja, como si allí no hubiera una cámara— un momento tan singular e improvisado como aquel. No podría hacer una lista de las canciones que fueron surgiendo, aunque sí recuerdo que Lay Lady Lay de Bob Dylan fue de las que mejor sonó.
Fotografía: Daniel Radío
Mientras escribo estas líneas pienso que hubiese sido genial grabar aunque fuera solo aquella canción. Josh Rouse y su banda improvisando por Dylan mientras Miguel tocaba la Steel guitar y yo, hacía los arreglos de guitarra lo mejor que se me ocurría. Aunque por otra parte, también es bonito recordar aquel día en el que llovía y a nadie le importaba mucho si algún acorde no era el correcto o apenas se sabía por dónde iba la letra de la canción.
Hoy estaba nublado en Madrid y me ha venido a la cabeza aquella tarde en la que mi amigo Daniel me llamó para decirme si quería tocar con Josh Rouse. Y me he puesto a escribir mientras escuchaba su música, y he sonreído pensando en la magia de aquel día y aquella época de largos paseos por playas vacías y vida pausada.

Y ahora si quieren bailar,